Pasaba la
tarde mirando por la ventana y viendo llover desde un piso alto sobre los
tejados.
Observaba
como la lluvia cubría una postal que ya no está. Y las montañas y su nieve dejaban
de verse claras para empezar a ser un borrón tapado por nubes.
Mi mente
andaba igual de borrosa que ellas.
E imaginaba
otro cielo y otros techos, sobre los que ver llover.
Y las gotas
se me asemejaban violentas cuando caían desde las nubes. Como si las echaran y
las golpearan fuertemente contra el suelo.
Y ese chapoteo
del agua era señal de noche fría, de día de tormenta y de melancolía.
Antes, las
tardes de lluvia eran vacías, grises.
Hay otros techos.
Otras perspectivas.
Otro cielo siempre
gris, que se tiñe de negro cuando llega la tormenta.
Y cuando
llueve el aire huele a tierra mojada. Y a campo, y a menta.
Y a saliva y
a besos.
Y te oigo en
cada golpeteo, y siento como cuando las gotas caen, lo hacen suavemente sobre
el suelo.
Y me siento
un poco como una de ellas. Cayendo desde arriba y reventando suavemente abajo. Vaciándome
y llenándome.
Desbordando
lo que tengo y mostrándolo.
Y la
tormenta que viene calla el murmullo de las gotas. Estalla y lo paraliza todo.
Y el tiempo
se ralentiza.
Y fuera
llueve. Y truena. Y los techos se mojan y las nubes colorean al cielo de
marengo.
Pero yo
tengo el olor de la tierra mojada y esa sensación de plenitud que me desborda
cuando caigo.
Y cuando
miro el verde en la semioscuridad.
Y me
estremece la suavidad y el calor al oír el golpeteo de las gotas de lluvia en
tu pecho.
Y todo
carece de importancia. Y el tiempo es relativo.
Sólo tengo
la lluvia en mi habitación.
Y nada más
puede romper ese instante.
Y ahora sé
que si te fueras, cerraría los ojos cuando hubiera una tormenta, y plegaría mis
ventanas.
Porque cada
día de lluvia, estarás conmigo.
Y porque
desde que estás aquí, los tardes de lluvia son lo más increíble que existe.