sábado, 5 de mayo de 2012

Lluvia.


Pasaba la tarde mirando por la ventana y viendo llover desde un piso alto sobre los tejados.
Observaba como la lluvia cubría una postal que ya no está. Y las montañas y su nieve dejaban de verse claras para empezar a ser un borrón tapado por nubes.

Mi mente andaba igual de borrosa que ellas.
E imaginaba otro cielo y otros techos, sobre los que ver llover.

Y las gotas se me asemejaban violentas cuando caían desde las nubes. Como si las echaran y las golpearan fuertemente contra el suelo.
Y ese chapoteo del agua era señal de noche fría, de día de tormenta y de melancolía.

Antes, las tardes de lluvia eran vacías, grises.


Hay otros techos. Otras perspectivas.
Otro cielo siempre gris, que se tiñe de negro cuando llega la tormenta.

Y cuando llueve el aire huele a tierra mojada. Y a campo, y a menta.
Y a saliva y a besos.
Y te oigo en cada golpeteo, y siento como cuando las gotas caen, lo hacen suavemente sobre el suelo.

Y me siento un poco como una de ellas. Cayendo desde arriba y reventando suavemente abajo. Vaciándome y llenándome.
Desbordando lo que tengo y mostrándolo.

Y la tormenta que viene calla el murmullo de las gotas. Estalla y lo paraliza todo.
Y el tiempo se ralentiza.
Y fuera llueve. Y truena. Y los techos se mojan y las nubes colorean al cielo de marengo.

Pero yo tengo el olor de la tierra mojada y esa sensación de plenitud que me desborda cuando caigo.
Y cuando miro el verde en la semioscuridad.
Y me estremece la suavidad y el calor al oír el golpeteo de las gotas de lluvia en tu pecho.

Y todo carece de importancia. Y el tiempo es relativo.
Sólo tengo la lluvia en mi habitación.
Y nada más puede romper ese instante.


Y ahora sé que si te fueras, cerraría los ojos cuando hubiera una tormenta, y plegaría mis ventanas.
Porque cada día de lluvia, estarás conmigo.

Y porque desde que estás aquí, los tardes de lluvia son lo más increíble que existe.