lunes, 26 de diciembre de 2011

Retales de Carnaval.

No me gustan las Navidades.
No me gusta Diciembre, ni me gusta Enero.
Ni el Fa sostenido con Re.

No me gustan los días tontos, desnatados.
Estúpidos, insípidos, aburridos.
Tristes.

Me gustaba el olor a mandarinas.
Y lo que ello significaba.
Intento retener el olor a níspola, pero se evapora como si no quisiera quedarse.

No me gustan las camas grandes, ni las luces apagadas en invierno.
Da la impresión de que el frío es el escenario perfecto de una película de terror.

Me gustan las tardes de manta y chocolate.
Sin nada que hacer, sin pensar que al día siguiente es lunes.
Me gustan los sábados.

Me gustan los colores, aunque intente echarlos de mi vida.
Y los molinillos de viento, las flores, las tartas, Ratatouille.
Oh Dios. Adoro a esa puñetera rata por mucho que me moleste reconocerlo.

Me crispa ver un papel en blanco y no ser capaz de escribir nada en él.
Ser tan putamente hermética.
No poder decir te quiero.

Solía regalar flores.
Y llevar margaritas a un trozo de césped.
Solía.

No me gusta tener ganas de llorar y no saber exactamente por qué.
De esas veces que simplemente te sientes triste.
Y no tienes quién te explique por qué.

Tenía miedo a la oscuridad.
Y ahora tengo miedo de las luces.
De que llegue Enero y el tiempo se vuelva cíclico.
Tengo miedo de perderte.

Daría lo que fuera por meterme en la mente de algunas personas.
O por volver hacia atrás o hacia adelante el tiempo.
Por revivir momentos.

Odio las mentiras.
Pero aún más las pequeñas mentiras.
Esas que no importan, y que empiezan a importar cuando se ocultan.

Evito situaciones que requieran corazón.
Y a pesar de que he perdido la esperanza,
Pienso que el tiempo pone a cada uno en su lugar.

Soy impaciente, muy, muy impaciente.
Cabezota.
Impulsiva, cotilla.
Y muy, muy gilipollas.

Tengo un mecanismo dentro que se acciona cuando desconfío.
Hace “¡Clack!” y todo lo que había dado se guarda automáticamente.
Incluida la ilusión.

Adoro los momentos sin importancia en lugares sin importancia.
Los paseos sin hablar.
Cuántas cosas se pueden decir sin palabras.

Los halagos sin esperarlos, los besos que no se piden.
La espontaneidad.

Me cuesta mucho decir las cosas.
Por eso escribo parrafadas obtusas.
Para que tengas que dar mil vueltas si quieres entenderlo.

Evito mirar a alguien pensativo.
Por si intuyo lo que le pasa, y no quiero saberlo.
Por si me he vuelto vidente sin saberlo, y descubro qué le pasa.
No me gusta la ignorancia, pero a veces necesito un respiro.

Sonrío a todas horas.
Con ganas y sin ganas.
Aunque si me conoces sabrás cuando tengo ganas y cuando no.

Me gusta el metro, a ratos.
Y el tren.
Y la sensación de no ser nadie, cuando no quieres serlo.

Me gustaba saber que tenía un sitio fijo.
Mi cuarto, mi salón, mi cama, mi casa.
A veces odiaba tenerlo.

A veces abro cajones.
Y sonrío. O lloro.
A veces las dos cosas.


No me gustan las Navidades.
Ni Diciembre, ni Enero.
No me gusta dormir sola.

No me gusta abrir cajones,
Ni el olor a incienso de fresa.

No me gusta el frío, ni los kilómetros, ni los días tontos.
Ni el olor a mandarinas.
No quiero que te vayas.

lunes, 21 de noviembre de 2011

Colores.


Madrid es gris.

Tiene días azules. Rosas, verdes, negros. Blancos.
Y grises.

He aprendido a tragarme ese gris.
Hacerlo parte de mi.
Como algún día aprendí a tragarme los días rosas.

Conseguir que pase y se instale.
Que se quede, que no haga ruido.


He adquirido esa habilidad de anestesiar.
De adormecer, de aniquilar.
De que resbalen los colores, y quede el gris.


El miedo de que vuelvan los colores.
Y con ellos la ilusión, el ruido.


Madrid tiene el cielo gris.
Aunque a veces veo resquicios de color.

Y entonces, sólo entonces, vuelven conmigo.
Para asustarme, irritarme, chillarme, despertarme… Ilusionarme.



Hacía tiempo que no hablábamos.
Llevo demasiado tiempo sin hacerte caso.
No me lo tomes a mal, estamos mejor así.

Sé que te preguntas que es lo que pasa, por qué lo que antes era ya no es.
Porque antes dolía y ahora no.
Y porque ahora ya no hay nudos y hay suspiros.

Porque no quiero colores.
Porque en cuanto vi uno, el gris lo inundó.
Porque he visto la película.
Y prefiero no prestar mucha atención.

Pero no busques más allá pequeño. Es lo de siempre.
Sólo te has desvelado.
Y si te quedas despierto verás todo el arco iris.

Vuelve a dormirte.
El gris te calmará.

martes, 15 de noviembre de 2011

Libros de instrucciones.

Las personas deberíamos venir con un libro de instrucciones.
Al igual que la batería de un portátil no necesariamente sirve para otro, los manuales deberían ser así.

Me río yo de los libros de autoayuda que te explican cómo mejorar tu autoestima, cómo encontrar el amor, cómo hacer amigos…
Son sólo prototipos, para un determinado modelo.
Es como si pretendes que todos los teléfonos móviles Nokia funcionen igual. Seguramente te cargues alguno, porque cada modelo tiene su forma de funcionar.

Así somos nosotros.
No sirven los estereotipos, ni los modelos, ni las generalizaciones.
Ni consultar escaleras.

Llevo buscando mi libro de instrucciones mucho tiempo. Desde que empecé a sentir que no encajaba en el mundo que vivía.
Voy encontrando páginas sueltas, anotaciones, pistas.
Pero he comprendido que el mejor libro de instrucciones no se escribe, se vive.
No lo vas a encontrar en algún cajón, ni te  vas a levantar un día y vas a decir “ostias, ahora entiendo cómo va esto”.

Las ostias que te pegas, son tus lecciones aprendidas.
Y por si la lección no te ha quedado clara, la vida se encarga de recordártela.
Hasta que te canses de darte ostias.


Creo que entiendo cómo va esto.
Con todo lo que he llegado a odiarte, creo que incluso te doy las gracias.

Por haber hecho que guardara bien adentro la inocencia que tenía, por enseñarme a retorcer, a llorar.
Por haberme puesto la película y asegurarte de que me sé el final.

No necesito mi libro de instrucciones.
Me basta con volver a ver la película.

Bastaba.

viernes, 11 de noviembre de 2011

La Línea 21.


La línea 21.
Las obras del Nevada. Las obras del metro. Las obras del Camino de Ronda. Las obras del campus de la Salud. Las obras de…
Las obras.

La Alhambra. El paseo de los tristes. Los yogures de Gran Vía. Gran Vía.
La calle Santa Paula. La plaza Bib-rambla. Los bancos de la plaza Bib-rambla.

La calle de las teterías. Los pastelitos de pistachos. Y el batido de Naranja.
La fuente de las batallas. Y las tardes de sábado lluvioso esperando a alguien con los pies mojados.

El mirador de San Nicolás. El albaicín. La vista desde lo alto de la Bola de Oro, cuando decidías que el autobús podía esperar.

ESCO. Y la calle San Antón. Los desayunos en el Mani. Y las excursiones rápidas a Lefties y la tienda de zapatos.


La playa. La bahía en invierno. Y sus espetos de sardinas mientras tocabas la arena con los pies.
Los paseos en moto, en coche.

Conducir por la circunvalación en obras.
La sierra. Las tiendas cerradas los domingos. Y coger el autobús para ir a Neptuno a tomar un café.

Las tardes de donuts y smothies en el Alhsur.
Los días de pic-nic en Cumbres Verdes. El pollo con almendras. Y las patatas tentación.

Los kit-kat que comprábamos en la máquina. No… Los kit-kat que hacíamos que la máquina nos diera.


Los jueves de película. Las que nunca terminé de ver.
El parque de las ciencias.
Las noches de invierno mirando la catedral desde alguna ventana.

Las velas, los braseros. El helado de chocolate a las dos de la mañana.
Las sorpresas un día cualquiera.

 El sotanillo, la sal.
La sierra, y mirar por la ventanilla del coche y ver montañas.


La luna llena entrando por la ventana de mi habitación y despertándome a las 4 de la mañana.
Taparse hasta arriba con el nórdico en Agosto.

Las mandarinas mientras “estudiaba”.
Las meriendas de mi hermana.


Despertarse de madrugada a leer un mensaje de texto.
Regalar besos en el García Lorca.

Los sábados de comida en Pizza Loco.
Las visitas inesperadas.

Andar hasta que la ciudad se acabe, y toparte de frente con la Alhambra.
Perderme en los jardines, cuando necesitaba pensar.

Llevar margaritas al cementerio.
Y que a la bajada, el frío corte las lágrimas.


La cabalgata de Reyes.
Las rebajas. Y llevar siempre a alguien que me sirva de perchero.

Las clases de coche. Las prácticas de radio.
Las pipas en los parques.

Las horas muertas en el balcón.


Las discusiones, las ensaladas de pasta.
El incienso de fresa.

La caja que guardo en el altillo.
Y que nunca quiero abrir.


Las bufandas de punto que empecé y nunca terminé.
Las tardes de compras por el centro.

La feria medieval.
Los diarios.

Mi tablón de corcho.
Las entradas de los conciertos.

Los veranos en la playa.
Las comidas en el hotel Encarna.
Las Navidades sin luz.
Cuando aún vivía sin internet.

Recargar el saldo del móvil un 25 de Diciembre a las 8 de la tarde.
Sólo para decir “te echo de menos”.

Mi familia.


Las tapas del Romero.
Los cumpleaños en las Villas.
Y la historia de cómo mi padre dejó de invitarme a comer por mi cumpleaños.

La escuela de música.
Otoño.
Invierno. La nieve.
Y las guerras de bolas que nunca llegué a hacer.


Despedirse en una estación de autobús.
Y escribir en un pañuelo con una barra de labios.
Decir hasta pronto.


Granada.
Y la línea 21.

Siempre, la línea 21.

domingo, 30 de octubre de 2011

Madrid, Mes 2.

(Escaleras).

En este tiempo he llegado a la difícil (pero no por ello muy meditada conclusión) de que la vida es como una escalera mecánica.
De las del metro, las dobles.

Me explico:
Tienes un día de mierda, o un problema, según se vea. Vienes cansado, cabreado. O simplemente quieres jugar al tarot, como si se pudiera adivinar lo que va a ocurrir en los próximos 20 minutos.

Entonces llega el momento. Sales del metro y te encuentras con la fortuita circunstancia de que las escaleras mecánicas dobles que antes subían y bajaban, ahora sólo suben. Las dos.

Seguramente este sea un dato de poca importancia, poco relevante, pero saber por cuál de las dos escaleras subes es una decisión importante.

La mayoría de la gente, supongo que por inercia, se decanta por la derecha, y no os creáis que lo digo al azar, llevo tiempo observando este comportamiento animal.

Pero los más soñadores (o gilipollas) como yo, meditamos en ese trayecto desde el vagón a la escalera cuál debemos coger, como si la decisión de qué escalera tomar fuera la decisión que condicionara el resto de nuestras vidas.

Pensamos entonces en eso que nos inquieta y en cómo se vería el asunto desde la escalera izquierda y cómo desde la derecha.
Y cuando llegamos arriba nos convencemos mentalmente de que va a salir como lo hemos previsto porque hemos elegido adecuadamente.



Yo soy consultora de escaleras.
Como si fuera un horóscopo. Me dedico a ello día tras día. Tanto así, que si mis pensamientos pudieran verse, seguramente más de uno andaría enredado en alguna escalera mecánica de Metro.

Hoy, como todos los días, he consultado las escaleras. Esta vez han sido las de Cuatro Caminos, de vuelta a casa.
No tenía muy claro cuál coger y ha sido una decisión algo precipitada. No muy pensada, diría yo.

Y he encontrado ahí el kit de la cuestión.
En días como estos, tontos, insípidos, lineales. Que saben a espaguetis sin sal, pero con demasiado picante.
En días como estos, estúpidos, soporíferos, inquietantes, esa es la solución.

No meditar que escaleras coges, sino cómo y con quien las coges.

Será que son días lineales.
Pero mi maleta pesa poco y estoy un poco asustada.

En estos dos meses en Madrid he vivido cosas que nunca antes había experimentado. Y sí, sé que ha sonado a topicazo total, pero es así.

El primer mes fue fácil, a pesar de que estaba mucho más sola, y aunque el segundo mes ha sido genial, empieza a hacerse un poco cuesta arriba.
Porque ahora hay que subir montañas.

Me gustaría que las escaleras me dieran la solución a lo que debo hacer a partir de ahora. El problema es que no sé sobre qué deben aconsejarme.
No hay ningún problema, no hay nada que me inquiete.

Es esa sensación de estar rara, tonta.
De estar segura, de que la calidez corra por dentro.

Y tengo miedo de perderla.

martes, 18 de octubre de 2011

Hora de cerrar.

Me he pasado toda la vida controlando todo lo que había a mi alrededor.
Mis gestos, mis palabras, mis expresiones.
Mis sentimientos.
Mis deseos, mis miedos.

Porque podían incomodar, podrían molestar.
Podían crearme conflictos.
Podrían no gustar.
Podía doler.

Y un día cualquiera dejo de hacerlo.
Me lío la manta a la cabeza y digo bah, bajemos la guardia, esto es pan comido.
Y zasca.
Pelotazo al canto.

Necesito vaciar mi mente.
Sí, quizás ese es el kit de la cuestión.

Quitarme las mantas que tengo encima, vaciar la maleta.
Vivo alerta permanentemente.

Vivo con miedo a cagarla. A veces soy demasiado propensa a ello.
A estropear algo bonito.
Y suelo sentirme responsable de las acciones que los demás hacen con algo que me incumbe.

Vivo con miedo a que me derriben la muralla, a que duela.
A recordar otra vez como era llorar.
Y a veces hace falta llorar.

Ya va siendo hora de cortarse las uñas.

Últimamente no sé nada.
Me dejo llevar, es mucho más fácil. Puede que duela a un medio-largo plazo.
Pero lo cierto es que así puedo evitar pensar en cosas que ocupan espacio innecesario en mi cabeza.

No sé nada.
Aunque igual voy sabiendo algunas cosas.

No sé si habré aprendido a llorar otra vez, si conseguiré algún día dejar de pedir perdón por ser una pesada o hablar demasiado.
O si dejaré que me arañen el corazón.

Pero sé quien quiero que me lleve a casa.


miércoles, 12 de octubre de 2011

Maletas.

Hoy me han hablado de maletas.
Sí, de maletas. De distintos colores, formas y tamaños.
Y de cómo cada uno tenemos una.

Esto va así, supongamos que cada uno de nosotros lleva consigo mismo una maleta. Depende de la persona es de un color, un tamaño, una forma, más vieja, más nueva… Y cada maleta tiene una carga.
No una determinada, sino que cada cual lleva un peso.
Puede que el peso sea poco, pero la persona que la porta aguante poco peso. Entonces será igual que si otra persona más robusta lleva un peso de 30 kilos.

Pues bien, cada uno tenemos una maleta. Con una carga.
Un peso que siempre llevamos arrastrando.

Hoy ha sido un día extraño. Muchas confidencias, muchas charlas, muchos consejos.
Me noto extraña.

Como si mi maleta pesara cada vez menos.
Porque yo sé lo que lleva mi maleta.

Y da la impresión de que a cada viaje, cuantas más estaciones de metro recorre, va liberándose.
Con cada palabra, con cada hora.
Cada día.

No me siento bien con ella, es un puto engorro, me pesa y es complicado explicar lo que lleva.
Pero es bonita. Es verde, con algunos floripondios. Antes tenía más, y era mucho más brillante y más nueva.
Pero la fueron descoloriendo.
Y las flores se fueron marchitando.

¿Saben esa sensación de comodidad?
¿De conformismo, de reposo?

Con mi maleta me siento así.
Sé que me pierdo otras cosas. Felicidad, alegría, emoción, pasión.
Pero tengo un miedo de cojones.

De que se pierda y me regalen otra nueva.
Y se le vayan los colores.

La quiero, y a pesar de eso, no necesito muchos motivos para abandonarla en mitad de un descampado.

Sigo buscando un motivo para quedármela. Para que mi vieja y descolorida maleta siga viajando conmigo, protegiéndome de tropezones, caídas, golpes. Pérdidas.
Pero, aunque aún estoy a tiempo, no encuentro ninguno.


Me están vaciando la carga.
Y estoy acojonada.

martes, 11 de octubre de 2011

Madrid.



Madrid es como un madrugón a las 6 de la mañana.
Con los ojos pegados, desorientarse en el ardor del metro.
Es como perder la noción del tiempo.
Como perderse en todas las estaciones.

Como un postre sin azúcar. Como un café de Starbucks con demasiada vainilla.
Como una inmensidad.
Una mirada al infinito.
Un infinito demasiado recto.

Madrid tiene la capacidad de narcotizar.
De adormecer sentimientos, de tapar agujeros.
De sorprenderte.

Madrid puede deslizarte.
Puede resbalarte, puede fluir.
Y tú, con ella.

Es como un pañuelo rojo.
Como desnudarse con la mano izquierda.
Tan impreciso y lento.

Como dejar de respirar durante unos segundos.
Y que la cabeza te de vueltas.

Como la sensación que antes no tenías, y que ahora sí.
La de dejar una vida.
La de empezar un camino.


Madrid no tiene ríos.
No que lleven a algún puerto, al menos.
Aunque a veces haya muelles donde poder quedarse.

Quiero quedarme en este muelle.
Aunque todo tiemble alrededor.
Como un terremoto inofensivo.


Como la sensación que tengo cuando se escapa el metro.

Como la sensación de ver subir la marea.


lunes, 3 de octubre de 2011

Huecos.


Hacía tiempo le comentaba a alguien que no encontraba mi hueco.
Que sentía que no estaba allí, en mi casa.
Me agobiaba. Me agobiaba ver a la misma gente, salir con la misma gente, estar en los mismos sitios y a las mismas horas.

A ratos lo sentía mío. A ratos no.

No tengo palabras para expresar cómo me siento hoy.
No es feliz, ni sensible, ni agradecida, no porque no hay nada que defina una mezcla de las tres.

Pensaba que me iba a costar mucho más adaptarme, que iba a pasar una época mala, que iba a llorar, a echar de menos a gente, a querer volver a casa.
Que no me iban a entender, que no iban a saber darme la oportunidad de dejarme conocer.

Es cierto que he tenido que hacer un esfuerzo y ser a la fuerza mucho más extrovertida de lo que soy.
Y también es cierto que gracias a eso he aprendido mucho.

Pero no puedo expresar lo contenta que me siento.
Por todos. Porque sois geniales. Todas y cada una de las personas que formáis hoy parte de mi vida.

Mis padres, mi hermana, Bocata, Yuki.
Mis amigos de Granada, sé que estáis ahí siempre, los que lo sois de verdad. Y aunque me llaméis de todo por estar tan bien, lo cierto es que os echo muchísimo de menos.

A la gente de aquí, a las nuevas personas que he conocido, a mis compañeros de clase.
A Marta, a Isa. Porque no saben la grandísima suerte que he tenido de vivir con ellas, de poder llevarme tan bien con ellas y de que nos entendamos de la forma en que nos entendemos.

De que aguanten mis días de histeria, de que me hagan la comida, me frieguen los platos cuando yo no puedo, de que no me dejen salir a la calle vestida hortera, de las charlas hasta las 3 de la mañana.

Gracias por ayudarme a rellenar mi hueco.
Y no sé si está aquí, pero lo cierto es que Madrid parece un bonito lugar para quedarse.

Todos tenemos nuestro lugar.



domingo, 2 de octubre de 2011

Comerte el mundo


Me encanta esa sensación de comerme el mundo.
¿Saben cuál les digo?

No la de arrasar con todo, ni fundir a todo con el éxito rotundo.
Sino la sensación de sentirte seguro. De comerte el mundo.
Tengo esa sensación instalada en el estómago.

La de las noches surrealistas y los días encantadores.
La de los 200/km por hora y las vueltas en la cama.

La de los momentos rápidos, porque se acaba el tiempo.
La vida es rápida, viene, pasa y se va.
Esto es Madrid.

La sensación de ver a alguien y saber que es remotamente imposible que vuelvas a encontrarlo.
A quien sea.
Un barrendero que va en el metro, el que toca la guitarrita en los vagones, una señora mayor, un chico universitario, una niña pequeña…

Y ese gusanillo de pensar que quizás podría ser alguien.
Qué pequeños somos.


El ruido.
El ruido de los coches, de las voces, de los pensamientos.
Ese run run constante.
Y mi espíritu cotilla.

El metro.
Oh, adoro el metro.
Tan lleno de vida, tan lleno de gente, cada uno con sus historias, con sus cosas.
Cada parada es una ciudad nueva.

Mirar donde sea y saber que nadie te está mirando, nadie está pensando en ti.
Pero tú si puedes hacerlo con ellos.
Sentirte aún más pequeña.

Saber que ayer fuiste alguien.
Y hoy… Quizás no.

La sensación de grandeza, de aire, de muro inacabado.
De comerte el mundo.

Y por extraño que parezca, me gusta.


jueves, 22 de septiembre de 2011

Trenes.

Madrid, día 27.


Me gusta el camino a la universidad.

Ahora que ya me sé todas las paradas de memoria puedo darme el lujo de dejar que mi sentido de la orientación (a veces de vacaciones) me lleve hacia la dirección correcta sin que tenga que pensar mucho.


Ese tiempo que antes invertía en mirar mapas de metro y Renfe ahora se convierte en minutos ganados.
Y esa parte de mi cerebro liberada de su tarea de orientarme, se dedica a otras cosas.

 A veces me llevo libros.
Para pasearlos. Porque nunca los leo.
No porque no pueda concentrarme, sino porque me parece tan interesante la vida del metro que no puedo leer.

Es mucho mejor ver qué gente entra, cómo van, qué llevan, imaginarme a dónde van.
Escucharles hablar por teléfono e imaginarme una vida para ellos.


A veces, si no tengo ganas de pensar, escucho música.
Aunque casi siempre acabo pensando cuando alguna canción insensata se cuela sin que yo quiera en mi lista de reproducción.

A veces sí que quiero.


Paso mi rutina entre trenes.
A veces me viene la inspiración pero estoy demasiado vaga para sacar un bolígrafo o retener en la memoria lo que querría decir.

En realidad estoy demasiado vaga para todo lo que no sea mirar vías de tren mientras me trago todas las canciones que me escupe la radio.


Miro el horizonte cuando el tren se para en Orcasitas (estación que, por cierto, me provoca mucha risa) y observo el porqué cuando me desmaquillo por las noches el algodón sale más negro de lo normal.

Qué de mierda. Y yo meto la cara allí todos los días.


Intento atravesar los edificios con la mirada, como si quisiera ver a través de ellos.
Y, aunque me hubiese gustado que fuera de otra forma, me gusta descubrir en solitario este nuevo mundo.

Me incorporo en cada parada y miro altivamente porque es verdad, me siento pequeña, tan pequeña que me gusta.

Saber que Madrid es tan grande.
Y el mundo un pañuelo.


Por eso cuando las puertas se abren guardo un trozo de mi corazón como si fuera una cartera que puedan quitarme.

En Madrid no puedes ser vulnerable.

lunes, 12 de septiembre de 2011

Madrid, día 15.


Madrid, día 15.

Sigo asomándome a la ventana a ver si encuentro alguna montaña.
Sigo mirando con recelo algunas paradas de metro. Pero con la cabeza bien alta.
Casi no tengo tiempo para pararme a pensar en qué o a quién echo de menos.
Y sigo almacenando canciones para la banda sonora de mi nueva vida.

Te echo de menos.
A ti, al que lo piensas. A la que lo piensa. A todos.
A nadie.

14 días dan para mucho.
Para saber quién estará, quien no estará.

Sigue fastidiándome, sigue molestándome que sea igual que siempre.
Que no te des cuenta.

Yo siempre estaré aquí, cuando te lo rompa.
A pesar de que yo tenga más ganas de romperte la cabeza.


Quizás es el aire.
La música, el día.
Septiembre.
El metro.
El miedo a que se pierdan tantas cosas.

Pero echaré de menos que alguien lo haga.

Que me regale la canción que tanto querría escuchar.

Es el martes 13. El aire del sur. El FNAC. El metro. El palacio Real. La Oreja de Van Gogh.

Hace cuatro años, tú me regalaste mucho más que eso.

Ahora, me regalas la libertad de pasear con la cabeza alta.

No te vayas, por favor.


Tienes que ver cómo canto por el Retiro.

Vas a verlo.



jueves, 8 de septiembre de 2011

Rarezas.

Madrid: Día 11.

Tengo un chicle pegado en la pared de ladrillos del salón.
Lo cierto es que no es por estética. Más bien el técnico de internet decidió que quedaba bien ahí.

Tengo unos auriculares rotos.
Que se dedican a dejar de funcionar cuando voy sola en el metro y no tengo nada que leer.

Los libros se amontonan en mi estantería, hasta que encuentre con qué sujetarlos.
Y los auriculares vuelven a funcionar cuando quiero escuchar la que será la banda sonora de mi nueva vida.


Colecciono mapas de metro.
Y tengo una adicción a él que acabará cuando me aprenda las paradas por las que paso.

Ya conozco sitios interesantes.
Y después de buscar el kilómetro 0 por todas partes, lo encontré tapado por una excursión de chinos.
Intentamos ubicar nuestros pies en nuestras ciudades, pero se desplazaron hacia Andorra, Cádiz y Murcia.

Ahora por fin sé qué coño era el oso con el madroño.  Aunque aún necesito que alguien me explique porque el oso y el árbol tienen la misma altura.

Tengo un frigorífico lleno de comida. Y un armario que reventará próximamente.

Tengo cosas raras. Muy raras.
No son materiales, son intangibles.
Pero son demasiado raras.


Es extraño esto.

El mirar al horizonte y no ver montañas.
Ver todo lleno de chinos, panchitos y gente de compro y vendo oro.

Porque en Madrid parece que sólo hay eso.

El hacer del metro la extensión de mis piernas.
Asomarme por la ventana y ver rascacielos en lugar de ver la Alhambra.


El ir a Ikea y que no sea el de Málaga.
Y volver de él cargadas en el metro, con un tablero de maderas, cuatro patas, un par de almohadas, congelados, pijamas y dos colchones enrollables.

Y que la bolsa se rompa en la puerta de casa.



Tan fácil.

El que me duela la barriga de risa.
Porque es así.

No he parado de sonreír desde que estoy aquí.

Y empiezo a ver esto como mi casa.
Como el sitio en el que me siento bien, segura, cuando vengo temblando y quiero esconderme de la ciudad.

Porque hoy quise.

Y que las chicas se ofrezcan a hacerme la cena y nos peleemos por ver quien coge antes el estropajo para fregar los platos.


No sé cómo saldrá esto.
No sé si estoy cogiendo la línea de metro adecuada.

Pero sé que aunque el camino está un poco inclinado y tiene callejones en los que no debo entrar, el valle está cerca.

Me gusta Madrid.


viernes, 26 de agosto de 2011

Grandes Despedidas II

Hace tiempo, no demasiado, supe que las experiencias, las relaciones, y ¿Por qué no? la vida en sí, tienen una fecha de caducidad.
Siempre puedes comerte un yogur caducado, pero te arriesgas a que te siente mal.
Siempre puedes seguir en la misma línea del camino, pero te arriesgas a que salga mal.
Me marqué un camino hace mucho tiempo. Me marqué una línea, una carretera, y me empeñé en seguirla sin repostar en ninguna estación.

Y un día, un día cualquiera me levanté y dije. “No. Este no es mi camino.”

La vida no se rige por lo que debes hacer, por las normas impuestas, ni siquiera por los caminos que tú te marcas.
La vida es un cambio constante.

Y tú lo sabes bien. Sabes que el camino no es fácil, que habrá piedras, que habrá falta de gasolina.
Que querrás volver a casa.

Siempre puedes volver a casa.

Hoy puedo decir que soy más consciente aún de mis últimas horas en casa.
Y que suena dramático, pero sé que nadie como tú entenderá esa sensación.

Nadie sabrá como tú la sensación que se tiene de saber que no volverás.
Porque no es tu camino.

Porque sabes que no es tu sitio.

Y hoy puedo decir que de todas las despedidas que tengo esta última semana, la tuya quizás sea de las que más me duelen.
Sé que no es una despedida, sino un hasta luego, hasta pronto.

Pero sé que sabes que seguiré mi camino. Y que seguirás el tuyo.

Que el destino es sabio, y decidió unirnos en un momento de nuestras vidas. Decidió cruzar nuestras ilusiones y hacer que de una clave de sol, nos unieran muchas más cosas.

Hoy marcamos un final.
Y un principio.

Un principio en el que entras tú, aquí, allí, a cinco horas, a diez horas.

En el que me duele más que nunca decir hasta pronto a Bon Appétit.
En el que echaré de menos nuestras charlas sobre el mundo, el destino, los aviones, los libros.
La Alhambra.

No podía imaginar mejor manera de pasar mi penúltima noche en Granada.

No olvides nunca quien eres, ni que las baldosas cambian.
Sólo tienes que saber cómo pisarlas.

Este es el principio del final, y el principio de nuestras vidas.

Te quiero.







martes, 28 de junio de 2011

Grandes Despedidas


Tendría cuatro años.
Algo así.
Era un terremoto 16 horas al día.

Un día decidió que las cacerolas de mi madre eran mucho más divertidas que las muñecas con vestidos rosas.
Y tocarlas con la cuchara de madera ya ni te cuento.

Aprendió a hablar muy pronto.
Y a callarse demasiado tarde.

Así que dedicaba la mayor parte de su tiempo a correr por toda la casa dándole con la cuchara de madera a todo lo que encontraba e inventándose canciones que casi siempre terminaban con la palabra “mariposa”.
Ni que decir tiene que tenía un oído enfrente del otro.


Sus padres decidieron, en su comprensible desesperación, apuntarla a clases de algo para que no estuviera toda la tarde dando la lata.
Su madre quería apuntarle a ballet y cosas de esas, porque además de cantar también encontró entretenimiento en bailar y saltar a lo lago de los cisnes en el salón de la casa.

Pero un día pasaron por una escuela de música en la que no depararon nunca. Seguramente llevaría poco tiempo abierta.

Al poco tiempo ese terremoto estaba haciendo percusión otra vez. Pero con tambores de verdad.


Es curioso el destino, ¿Verdad? Nadie sabe qué habría pasado si en vez de pasar un día por casualidad por aquella escuela de música hubiera terminado bailando ballet.

Las cosas siempre pasan por una razón en la vida.

Quizás no sería la misma. Seguiría teniendo un oído enfrente del otro, por supuesto. Y seguramente tampoco habría aprendido a querer a un trozo de madera con cuerdas.


15 años. 15 años en una escuela que ha sido su segunda casa. El lugar donde iba y se olvidaba de todo, donde daba igual si el día era malo o bueno… Eso era otro universo.
15 años queriendo ir día a día a clase, sin querer que llegara Julio y hubiera vacaciones.

15 años son muchos para despedirse de ellos.


Esa niña era yo.

Y hoy me he despedido de lo que ha sido mi vida durante 15 años.

He visto pasar profesores, alumnos, conciertos, Navidades, veranos, vacaciones…
Esa escuela es mía. Es mía digan lo que digan.


Las aulas nuevas, el cambio del suelo viejo por el parquet de secretaría, mis intentos frustrados con el piano, los dictados, los sugus, los juegos de iniciación musical, mi guitarra.

Mi guitarra que ha venido conmigo a todas partes. Y que me acompañará en este nuevo viaje.

Me ha costado elegir un tema para estrenar este nuevo blog, porque creía que no había ninguno que me llenara lo suficiente como para merecer ese privilegio.
Hoy ha sido el día, hoy me ha dado un motivo.



Soy consciente de que empiezo un nuevo camino, una nueva etapa. Que habrá momentos malos, y buenos, que compensarán los peores.
Y en esta última semana me estoy despidiendo de muchos “trozos de vida” almacenados.

De amigos, de familiares, de sitios, de la facultad…
Pero puedo asegurar que la despedida que más me duele es ésta.


Seguiré tocando, lo poco o lo mucho que sepa, seguiré cantando, dejando sordos a los vecinos.
Seguiré en la búsqueda de ese “segundo hogar” del que hoy me quedo huérfana.

Y seguiré agradeciendo de por vida a todas esas personas que han pasado por la escuela, que me han enseñado algo, y me han hecho ser un poquito mejor persona.

A Aurora, a Sefran, Cristina, Mariló, Estanis, Eduardo, Lola, Macu, Andrés, Néstor…


A todos os guardo aquí dentro, os llevo conmigo, y prometo que nos encontraremos en el camino.

Y prometo llevar a mi hija a esa escuela, cuando empiece a darle golpes a las sartenes con alguna cuchara, para que encuentre el refugio que yo encontré en ella.

De todo corazón, y con muchísimo cariño, no os olvidaré.

Hasta muy pronto compañeros.


Grandes Despedidas