lunes, 21 de noviembre de 2011

Colores.


Madrid es gris.

Tiene días azules. Rosas, verdes, negros. Blancos.
Y grises.

He aprendido a tragarme ese gris.
Hacerlo parte de mi.
Como algún día aprendí a tragarme los días rosas.

Conseguir que pase y se instale.
Que se quede, que no haga ruido.


He adquirido esa habilidad de anestesiar.
De adormecer, de aniquilar.
De que resbalen los colores, y quede el gris.


El miedo de que vuelvan los colores.
Y con ellos la ilusión, el ruido.


Madrid tiene el cielo gris.
Aunque a veces veo resquicios de color.

Y entonces, sólo entonces, vuelven conmigo.
Para asustarme, irritarme, chillarme, despertarme… Ilusionarme.



Hacía tiempo que no hablábamos.
Llevo demasiado tiempo sin hacerte caso.
No me lo tomes a mal, estamos mejor así.

Sé que te preguntas que es lo que pasa, por qué lo que antes era ya no es.
Porque antes dolía y ahora no.
Y porque ahora ya no hay nudos y hay suspiros.

Porque no quiero colores.
Porque en cuanto vi uno, el gris lo inundó.
Porque he visto la película.
Y prefiero no prestar mucha atención.

Pero no busques más allá pequeño. Es lo de siempre.
Sólo te has desvelado.
Y si te quedas despierto verás todo el arco iris.

Vuelve a dormirte.
El gris te calmará.

martes, 15 de noviembre de 2011

Libros de instrucciones.

Las personas deberíamos venir con un libro de instrucciones.
Al igual que la batería de un portátil no necesariamente sirve para otro, los manuales deberían ser así.

Me río yo de los libros de autoayuda que te explican cómo mejorar tu autoestima, cómo encontrar el amor, cómo hacer amigos…
Son sólo prototipos, para un determinado modelo.
Es como si pretendes que todos los teléfonos móviles Nokia funcionen igual. Seguramente te cargues alguno, porque cada modelo tiene su forma de funcionar.

Así somos nosotros.
No sirven los estereotipos, ni los modelos, ni las generalizaciones.
Ni consultar escaleras.

Llevo buscando mi libro de instrucciones mucho tiempo. Desde que empecé a sentir que no encajaba en el mundo que vivía.
Voy encontrando páginas sueltas, anotaciones, pistas.
Pero he comprendido que el mejor libro de instrucciones no se escribe, se vive.
No lo vas a encontrar en algún cajón, ni te  vas a levantar un día y vas a decir “ostias, ahora entiendo cómo va esto”.

Las ostias que te pegas, son tus lecciones aprendidas.
Y por si la lección no te ha quedado clara, la vida se encarga de recordártela.
Hasta que te canses de darte ostias.


Creo que entiendo cómo va esto.
Con todo lo que he llegado a odiarte, creo que incluso te doy las gracias.

Por haber hecho que guardara bien adentro la inocencia que tenía, por enseñarme a retorcer, a llorar.
Por haberme puesto la película y asegurarte de que me sé el final.

No necesito mi libro de instrucciones.
Me basta con volver a ver la película.

Bastaba.

viernes, 11 de noviembre de 2011

La Línea 21.


La línea 21.
Las obras del Nevada. Las obras del metro. Las obras del Camino de Ronda. Las obras del campus de la Salud. Las obras de…
Las obras.

La Alhambra. El paseo de los tristes. Los yogures de Gran Vía. Gran Vía.
La calle Santa Paula. La plaza Bib-rambla. Los bancos de la plaza Bib-rambla.

La calle de las teterías. Los pastelitos de pistachos. Y el batido de Naranja.
La fuente de las batallas. Y las tardes de sábado lluvioso esperando a alguien con los pies mojados.

El mirador de San Nicolás. El albaicín. La vista desde lo alto de la Bola de Oro, cuando decidías que el autobús podía esperar.

ESCO. Y la calle San Antón. Los desayunos en el Mani. Y las excursiones rápidas a Lefties y la tienda de zapatos.


La playa. La bahía en invierno. Y sus espetos de sardinas mientras tocabas la arena con los pies.
Los paseos en moto, en coche.

Conducir por la circunvalación en obras.
La sierra. Las tiendas cerradas los domingos. Y coger el autobús para ir a Neptuno a tomar un café.

Las tardes de donuts y smothies en el Alhsur.
Los días de pic-nic en Cumbres Verdes. El pollo con almendras. Y las patatas tentación.

Los kit-kat que comprábamos en la máquina. No… Los kit-kat que hacíamos que la máquina nos diera.


Los jueves de película. Las que nunca terminé de ver.
El parque de las ciencias.
Las noches de invierno mirando la catedral desde alguna ventana.

Las velas, los braseros. El helado de chocolate a las dos de la mañana.
Las sorpresas un día cualquiera.

 El sotanillo, la sal.
La sierra, y mirar por la ventanilla del coche y ver montañas.


La luna llena entrando por la ventana de mi habitación y despertándome a las 4 de la mañana.
Taparse hasta arriba con el nórdico en Agosto.

Las mandarinas mientras “estudiaba”.
Las meriendas de mi hermana.


Despertarse de madrugada a leer un mensaje de texto.
Regalar besos en el García Lorca.

Los sábados de comida en Pizza Loco.
Las visitas inesperadas.

Andar hasta que la ciudad se acabe, y toparte de frente con la Alhambra.
Perderme en los jardines, cuando necesitaba pensar.

Llevar margaritas al cementerio.
Y que a la bajada, el frío corte las lágrimas.


La cabalgata de Reyes.
Las rebajas. Y llevar siempre a alguien que me sirva de perchero.

Las clases de coche. Las prácticas de radio.
Las pipas en los parques.

Las horas muertas en el balcón.


Las discusiones, las ensaladas de pasta.
El incienso de fresa.

La caja que guardo en el altillo.
Y que nunca quiero abrir.


Las bufandas de punto que empecé y nunca terminé.
Las tardes de compras por el centro.

La feria medieval.
Los diarios.

Mi tablón de corcho.
Las entradas de los conciertos.

Los veranos en la playa.
Las comidas en el hotel Encarna.
Las Navidades sin luz.
Cuando aún vivía sin internet.

Recargar el saldo del móvil un 25 de Diciembre a las 8 de la tarde.
Sólo para decir “te echo de menos”.

Mi familia.


Las tapas del Romero.
Los cumpleaños en las Villas.
Y la historia de cómo mi padre dejó de invitarme a comer por mi cumpleaños.

La escuela de música.
Otoño.
Invierno. La nieve.
Y las guerras de bolas que nunca llegué a hacer.


Despedirse en una estación de autobús.
Y escribir en un pañuelo con una barra de labios.
Decir hasta pronto.


Granada.
Y la línea 21.

Siempre, la línea 21.