jueves, 22 de septiembre de 2011

Trenes.

Madrid, día 27.


Me gusta el camino a la universidad.

Ahora que ya me sé todas las paradas de memoria puedo darme el lujo de dejar que mi sentido de la orientación (a veces de vacaciones) me lleve hacia la dirección correcta sin que tenga que pensar mucho.


Ese tiempo que antes invertía en mirar mapas de metro y Renfe ahora se convierte en minutos ganados.
Y esa parte de mi cerebro liberada de su tarea de orientarme, se dedica a otras cosas.

 A veces me llevo libros.
Para pasearlos. Porque nunca los leo.
No porque no pueda concentrarme, sino porque me parece tan interesante la vida del metro que no puedo leer.

Es mucho mejor ver qué gente entra, cómo van, qué llevan, imaginarme a dónde van.
Escucharles hablar por teléfono e imaginarme una vida para ellos.


A veces, si no tengo ganas de pensar, escucho música.
Aunque casi siempre acabo pensando cuando alguna canción insensata se cuela sin que yo quiera en mi lista de reproducción.

A veces sí que quiero.


Paso mi rutina entre trenes.
A veces me viene la inspiración pero estoy demasiado vaga para sacar un bolígrafo o retener en la memoria lo que querría decir.

En realidad estoy demasiado vaga para todo lo que no sea mirar vías de tren mientras me trago todas las canciones que me escupe la radio.


Miro el horizonte cuando el tren se para en Orcasitas (estación que, por cierto, me provoca mucha risa) y observo el porqué cuando me desmaquillo por las noches el algodón sale más negro de lo normal.

Qué de mierda. Y yo meto la cara allí todos los días.


Intento atravesar los edificios con la mirada, como si quisiera ver a través de ellos.
Y, aunque me hubiese gustado que fuera de otra forma, me gusta descubrir en solitario este nuevo mundo.

Me incorporo en cada parada y miro altivamente porque es verdad, me siento pequeña, tan pequeña que me gusta.

Saber que Madrid es tan grande.
Y el mundo un pañuelo.


Por eso cuando las puertas se abren guardo un trozo de mi corazón como si fuera una cartera que puedan quitarme.

En Madrid no puedes ser vulnerable.

lunes, 12 de septiembre de 2011

Madrid, día 15.


Madrid, día 15.

Sigo asomándome a la ventana a ver si encuentro alguna montaña.
Sigo mirando con recelo algunas paradas de metro. Pero con la cabeza bien alta.
Casi no tengo tiempo para pararme a pensar en qué o a quién echo de menos.
Y sigo almacenando canciones para la banda sonora de mi nueva vida.

Te echo de menos.
A ti, al que lo piensas. A la que lo piensa. A todos.
A nadie.

14 días dan para mucho.
Para saber quién estará, quien no estará.

Sigue fastidiándome, sigue molestándome que sea igual que siempre.
Que no te des cuenta.

Yo siempre estaré aquí, cuando te lo rompa.
A pesar de que yo tenga más ganas de romperte la cabeza.


Quizás es el aire.
La música, el día.
Septiembre.
El metro.
El miedo a que se pierdan tantas cosas.

Pero echaré de menos que alguien lo haga.

Que me regale la canción que tanto querría escuchar.

Es el martes 13. El aire del sur. El FNAC. El metro. El palacio Real. La Oreja de Van Gogh.

Hace cuatro años, tú me regalaste mucho más que eso.

Ahora, me regalas la libertad de pasear con la cabeza alta.

No te vayas, por favor.


Tienes que ver cómo canto por el Retiro.

Vas a verlo.



jueves, 8 de septiembre de 2011

Rarezas.

Madrid: Día 11.

Tengo un chicle pegado en la pared de ladrillos del salón.
Lo cierto es que no es por estética. Más bien el técnico de internet decidió que quedaba bien ahí.

Tengo unos auriculares rotos.
Que se dedican a dejar de funcionar cuando voy sola en el metro y no tengo nada que leer.

Los libros se amontonan en mi estantería, hasta que encuentre con qué sujetarlos.
Y los auriculares vuelven a funcionar cuando quiero escuchar la que será la banda sonora de mi nueva vida.


Colecciono mapas de metro.
Y tengo una adicción a él que acabará cuando me aprenda las paradas por las que paso.

Ya conozco sitios interesantes.
Y después de buscar el kilómetro 0 por todas partes, lo encontré tapado por una excursión de chinos.
Intentamos ubicar nuestros pies en nuestras ciudades, pero se desplazaron hacia Andorra, Cádiz y Murcia.

Ahora por fin sé qué coño era el oso con el madroño.  Aunque aún necesito que alguien me explique porque el oso y el árbol tienen la misma altura.

Tengo un frigorífico lleno de comida. Y un armario que reventará próximamente.

Tengo cosas raras. Muy raras.
No son materiales, son intangibles.
Pero son demasiado raras.


Es extraño esto.

El mirar al horizonte y no ver montañas.
Ver todo lleno de chinos, panchitos y gente de compro y vendo oro.

Porque en Madrid parece que sólo hay eso.

El hacer del metro la extensión de mis piernas.
Asomarme por la ventana y ver rascacielos en lugar de ver la Alhambra.


El ir a Ikea y que no sea el de Málaga.
Y volver de él cargadas en el metro, con un tablero de maderas, cuatro patas, un par de almohadas, congelados, pijamas y dos colchones enrollables.

Y que la bolsa se rompa en la puerta de casa.



Tan fácil.

El que me duela la barriga de risa.
Porque es así.

No he parado de sonreír desde que estoy aquí.

Y empiezo a ver esto como mi casa.
Como el sitio en el que me siento bien, segura, cuando vengo temblando y quiero esconderme de la ciudad.

Porque hoy quise.

Y que las chicas se ofrezcan a hacerme la cena y nos peleemos por ver quien coge antes el estropajo para fregar los platos.


No sé cómo saldrá esto.
No sé si estoy cogiendo la línea de metro adecuada.

Pero sé que aunque el camino está un poco inclinado y tiene callejones en los que no debo entrar, el valle está cerca.

Me gusta Madrid.