domingo, 30 de octubre de 2011

Madrid, Mes 2.

(Escaleras).

En este tiempo he llegado a la difícil (pero no por ello muy meditada conclusión) de que la vida es como una escalera mecánica.
De las del metro, las dobles.

Me explico:
Tienes un día de mierda, o un problema, según se vea. Vienes cansado, cabreado. O simplemente quieres jugar al tarot, como si se pudiera adivinar lo que va a ocurrir en los próximos 20 minutos.

Entonces llega el momento. Sales del metro y te encuentras con la fortuita circunstancia de que las escaleras mecánicas dobles que antes subían y bajaban, ahora sólo suben. Las dos.

Seguramente este sea un dato de poca importancia, poco relevante, pero saber por cuál de las dos escaleras subes es una decisión importante.

La mayoría de la gente, supongo que por inercia, se decanta por la derecha, y no os creáis que lo digo al azar, llevo tiempo observando este comportamiento animal.

Pero los más soñadores (o gilipollas) como yo, meditamos en ese trayecto desde el vagón a la escalera cuál debemos coger, como si la decisión de qué escalera tomar fuera la decisión que condicionara el resto de nuestras vidas.

Pensamos entonces en eso que nos inquieta y en cómo se vería el asunto desde la escalera izquierda y cómo desde la derecha.
Y cuando llegamos arriba nos convencemos mentalmente de que va a salir como lo hemos previsto porque hemos elegido adecuadamente.



Yo soy consultora de escaleras.
Como si fuera un horóscopo. Me dedico a ello día tras día. Tanto así, que si mis pensamientos pudieran verse, seguramente más de uno andaría enredado en alguna escalera mecánica de Metro.

Hoy, como todos los días, he consultado las escaleras. Esta vez han sido las de Cuatro Caminos, de vuelta a casa.
No tenía muy claro cuál coger y ha sido una decisión algo precipitada. No muy pensada, diría yo.

Y he encontrado ahí el kit de la cuestión.
En días como estos, tontos, insípidos, lineales. Que saben a espaguetis sin sal, pero con demasiado picante.
En días como estos, estúpidos, soporíferos, inquietantes, esa es la solución.

No meditar que escaleras coges, sino cómo y con quien las coges.

Será que son días lineales.
Pero mi maleta pesa poco y estoy un poco asustada.

En estos dos meses en Madrid he vivido cosas que nunca antes había experimentado. Y sí, sé que ha sonado a topicazo total, pero es así.

El primer mes fue fácil, a pesar de que estaba mucho más sola, y aunque el segundo mes ha sido genial, empieza a hacerse un poco cuesta arriba.
Porque ahora hay que subir montañas.

Me gustaría que las escaleras me dieran la solución a lo que debo hacer a partir de ahora. El problema es que no sé sobre qué deben aconsejarme.
No hay ningún problema, no hay nada que me inquiete.

Es esa sensación de estar rara, tonta.
De estar segura, de que la calidez corra por dentro.

Y tengo miedo de perderla.

martes, 18 de octubre de 2011

Hora de cerrar.

Me he pasado toda la vida controlando todo lo que había a mi alrededor.
Mis gestos, mis palabras, mis expresiones.
Mis sentimientos.
Mis deseos, mis miedos.

Porque podían incomodar, podrían molestar.
Podían crearme conflictos.
Podrían no gustar.
Podía doler.

Y un día cualquiera dejo de hacerlo.
Me lío la manta a la cabeza y digo bah, bajemos la guardia, esto es pan comido.
Y zasca.
Pelotazo al canto.

Necesito vaciar mi mente.
Sí, quizás ese es el kit de la cuestión.

Quitarme las mantas que tengo encima, vaciar la maleta.
Vivo alerta permanentemente.

Vivo con miedo a cagarla. A veces soy demasiado propensa a ello.
A estropear algo bonito.
Y suelo sentirme responsable de las acciones que los demás hacen con algo que me incumbe.

Vivo con miedo a que me derriben la muralla, a que duela.
A recordar otra vez como era llorar.
Y a veces hace falta llorar.

Ya va siendo hora de cortarse las uñas.

Últimamente no sé nada.
Me dejo llevar, es mucho más fácil. Puede que duela a un medio-largo plazo.
Pero lo cierto es que así puedo evitar pensar en cosas que ocupan espacio innecesario en mi cabeza.

No sé nada.
Aunque igual voy sabiendo algunas cosas.

No sé si habré aprendido a llorar otra vez, si conseguiré algún día dejar de pedir perdón por ser una pesada o hablar demasiado.
O si dejaré que me arañen el corazón.

Pero sé quien quiero que me lleve a casa.


miércoles, 12 de octubre de 2011

Maletas.

Hoy me han hablado de maletas.
Sí, de maletas. De distintos colores, formas y tamaños.
Y de cómo cada uno tenemos una.

Esto va así, supongamos que cada uno de nosotros lleva consigo mismo una maleta. Depende de la persona es de un color, un tamaño, una forma, más vieja, más nueva… Y cada maleta tiene una carga.
No una determinada, sino que cada cual lleva un peso.
Puede que el peso sea poco, pero la persona que la porta aguante poco peso. Entonces será igual que si otra persona más robusta lleva un peso de 30 kilos.

Pues bien, cada uno tenemos una maleta. Con una carga.
Un peso que siempre llevamos arrastrando.

Hoy ha sido un día extraño. Muchas confidencias, muchas charlas, muchos consejos.
Me noto extraña.

Como si mi maleta pesara cada vez menos.
Porque yo sé lo que lleva mi maleta.

Y da la impresión de que a cada viaje, cuantas más estaciones de metro recorre, va liberándose.
Con cada palabra, con cada hora.
Cada día.

No me siento bien con ella, es un puto engorro, me pesa y es complicado explicar lo que lleva.
Pero es bonita. Es verde, con algunos floripondios. Antes tenía más, y era mucho más brillante y más nueva.
Pero la fueron descoloriendo.
Y las flores se fueron marchitando.

¿Saben esa sensación de comodidad?
¿De conformismo, de reposo?

Con mi maleta me siento así.
Sé que me pierdo otras cosas. Felicidad, alegría, emoción, pasión.
Pero tengo un miedo de cojones.

De que se pierda y me regalen otra nueva.
Y se le vayan los colores.

La quiero, y a pesar de eso, no necesito muchos motivos para abandonarla en mitad de un descampado.

Sigo buscando un motivo para quedármela. Para que mi vieja y descolorida maleta siga viajando conmigo, protegiéndome de tropezones, caídas, golpes. Pérdidas.
Pero, aunque aún estoy a tiempo, no encuentro ninguno.


Me están vaciando la carga.
Y estoy acojonada.

martes, 11 de octubre de 2011

Madrid.



Madrid es como un madrugón a las 6 de la mañana.
Con los ojos pegados, desorientarse en el ardor del metro.
Es como perder la noción del tiempo.
Como perderse en todas las estaciones.

Como un postre sin azúcar. Como un café de Starbucks con demasiada vainilla.
Como una inmensidad.
Una mirada al infinito.
Un infinito demasiado recto.

Madrid tiene la capacidad de narcotizar.
De adormecer sentimientos, de tapar agujeros.
De sorprenderte.

Madrid puede deslizarte.
Puede resbalarte, puede fluir.
Y tú, con ella.

Es como un pañuelo rojo.
Como desnudarse con la mano izquierda.
Tan impreciso y lento.

Como dejar de respirar durante unos segundos.
Y que la cabeza te de vueltas.

Como la sensación que antes no tenías, y que ahora sí.
La de dejar una vida.
La de empezar un camino.


Madrid no tiene ríos.
No que lleven a algún puerto, al menos.
Aunque a veces haya muelles donde poder quedarse.

Quiero quedarme en este muelle.
Aunque todo tiemble alrededor.
Como un terremoto inofensivo.


Como la sensación que tengo cuando se escapa el metro.

Como la sensación de ver subir la marea.


lunes, 3 de octubre de 2011

Huecos.


Hacía tiempo le comentaba a alguien que no encontraba mi hueco.
Que sentía que no estaba allí, en mi casa.
Me agobiaba. Me agobiaba ver a la misma gente, salir con la misma gente, estar en los mismos sitios y a las mismas horas.

A ratos lo sentía mío. A ratos no.

No tengo palabras para expresar cómo me siento hoy.
No es feliz, ni sensible, ni agradecida, no porque no hay nada que defina una mezcla de las tres.

Pensaba que me iba a costar mucho más adaptarme, que iba a pasar una época mala, que iba a llorar, a echar de menos a gente, a querer volver a casa.
Que no me iban a entender, que no iban a saber darme la oportunidad de dejarme conocer.

Es cierto que he tenido que hacer un esfuerzo y ser a la fuerza mucho más extrovertida de lo que soy.
Y también es cierto que gracias a eso he aprendido mucho.

Pero no puedo expresar lo contenta que me siento.
Por todos. Porque sois geniales. Todas y cada una de las personas que formáis hoy parte de mi vida.

Mis padres, mi hermana, Bocata, Yuki.
Mis amigos de Granada, sé que estáis ahí siempre, los que lo sois de verdad. Y aunque me llaméis de todo por estar tan bien, lo cierto es que os echo muchísimo de menos.

A la gente de aquí, a las nuevas personas que he conocido, a mis compañeros de clase.
A Marta, a Isa. Porque no saben la grandísima suerte que he tenido de vivir con ellas, de poder llevarme tan bien con ellas y de que nos entendamos de la forma en que nos entendemos.

De que aguanten mis días de histeria, de que me hagan la comida, me frieguen los platos cuando yo no puedo, de que no me dejen salir a la calle vestida hortera, de las charlas hasta las 3 de la mañana.

Gracias por ayudarme a rellenar mi hueco.
Y no sé si está aquí, pero lo cierto es que Madrid parece un bonito lugar para quedarse.

Todos tenemos nuestro lugar.



domingo, 2 de octubre de 2011

Comerte el mundo


Me encanta esa sensación de comerme el mundo.
¿Saben cuál les digo?

No la de arrasar con todo, ni fundir a todo con el éxito rotundo.
Sino la sensación de sentirte seguro. De comerte el mundo.
Tengo esa sensación instalada en el estómago.

La de las noches surrealistas y los días encantadores.
La de los 200/km por hora y las vueltas en la cama.

La de los momentos rápidos, porque se acaba el tiempo.
La vida es rápida, viene, pasa y se va.
Esto es Madrid.

La sensación de ver a alguien y saber que es remotamente imposible que vuelvas a encontrarlo.
A quien sea.
Un barrendero que va en el metro, el que toca la guitarrita en los vagones, una señora mayor, un chico universitario, una niña pequeña…

Y ese gusanillo de pensar que quizás podría ser alguien.
Qué pequeños somos.


El ruido.
El ruido de los coches, de las voces, de los pensamientos.
Ese run run constante.
Y mi espíritu cotilla.

El metro.
Oh, adoro el metro.
Tan lleno de vida, tan lleno de gente, cada uno con sus historias, con sus cosas.
Cada parada es una ciudad nueva.

Mirar donde sea y saber que nadie te está mirando, nadie está pensando en ti.
Pero tú si puedes hacerlo con ellos.
Sentirte aún más pequeña.

Saber que ayer fuiste alguien.
Y hoy… Quizás no.

La sensación de grandeza, de aire, de muro inacabado.
De comerte el mundo.

Y por extraño que parezca, me gusta.