La conocí en una estación sin rumbo. En uno de esos momentos
en los que te pierdes en intercambiadores. En Nuevos Ministerios.
Y su manía de tropezar con cada cosa móvil o inmóvil me
ayudó a encontrar la salida a los cercanías lo más rápido posible.
Y como en un tren de dos plantas, me subí a lo loco, como si
temiera perder el asiento.
Y me acuerdo de aquella conversación en mi sofá, cuando aún estaba azul y no tenía manchas,
cuando no supe responder exactamente que
pensaba.
Y en el instante en el que separó lo rojo de lo blanco, supe
que quería una vida con ella.
Y en mis viajes en trenes, empecé a maquinar diseños de
puertas mágicas, de relojes que no tienen tiempo.
Para volver a noches de lluvia a las 5 de la mañana.
Llevo cuatro meses tropezándome con cosas. Con el sofá, con
mesas, con farolas, con perros.
Porque todo lo malo se pega.
Y tropezándome también con notas, con besos, con su ropa.
Contando días y haciéndome promesas firmes de que “si me
hago el análisis sin llorar, se me recompensará”.
Haciendo peripecias para que en la tarjeta del móvil quepan
todas sus fotos. Hasta las borrosas.
Cuatro meses comiendo jamón y sintiéndome culpable porque no
está aquí, comiéndose sigilosamente todo el jamón de la bandeja, con esa carita
de inocente que pone, como si no fuera con ella la cosa.
Comprando más magdalenas de la cuenta y quitando mantas en
mi cama, porque el frío ya no existe.
Reservándole mis minutos gratis de la tarifa plana.
Mirando recelosa sus pantalones, porque también me gustan a
mi.
Hace cuatro meses que no me pierdo en ninguna estación, y cuando lo hago, es porque me apetece perder
el tren para quedarme con ella unos segundos más.
Porque me llevaría una tienda de campaña a esa estación para
verte todas las mañanas.
Y porque te echo de menos, porque querría una puerta mágica.
Y no separarme de ti en toda la noche.