Hay momentos en la
vida que podrían cronometrarse con latidos del corazón.
Y entonces no
tendríamos minutos, tendríamos microsegundos.
Como cuando algo te
dice “para, para, mantén esto para siempre”. Y notas bombear dentro la sangre.
En la cabeza, en las manos, en el pecho, en los labios.
En la cabeza, en las manos, en el pecho, en los labios.
Y sabes que esa
sensación la has tenido antes, que sigue ahí, latiendo.
Y quieres que se quede, que se quede para siempre.
Y quieres que se quede, que se quede para siempre.
Como cuando piensas
qué pasaría, qué pasa, qué hay, qué no hay. Y el corazón no bombea latidos,
bombea silencios.
Porque si los
bombea, puede que se te pare.
Y te duele el estómago,
se te encoje. Se te congela la cabeza, te viene un pseudo mareo y algo te
presiona el pecho.
Y piensas “Dame
microsegundos, que me sigue latiendo el corazón”.
Y te sientas a esperar
en un banco a que llegue el invierno y consigas calentarte.
A que pase el tren,
porque te bajaste antes.
Y a aprender a rezar con los latidos, para que los asientos del tren estén como tienen que estar.
Y a aprender a rezar con los latidos, para que los asientos del tren estén como tienen que estar.
Y mientras pasa la tormenta de arena, aprendes a respirar.
A mirar con la cabeza alta. A confiar.
A confiar en que las palabras se queden.
A confiar en que las palabras se queden.
Y a perder el miedo. A aprender a ser valiente.
Aunque muchas veces eso suponga pedir ayuda para seguir latiendo.
Y cuentas: pum pum.
Pum, pum, pum.
Ahí estás.
Ahí estás.
Quédate ahí, que necesito dormir un poco.
Y que al despertarme, estés a mi lado.
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