viernes, 27 de octubre de 2017

Chueca

Hoy te vi sentada en una cafetería.
Y vi los viernes en Chueca. Y me vi entre la gente de está enorme ciudad y pensé que ha pasado demasiado tiempo.

Y pensé que si me hubieras visto no habrías visto a la niña con la que solías tomar café. Y habrías visto muchas heridas y muchas cicatrices.

Con lo fácil que fue hace seis años. Lo fácil que es dejar que las vidas pasen.
Y pensé que entonces las cosas eran fáciles y se me hacían complicadas.

Y han pasado tantas cosas desde entonces, que siento que pasaron mil años desde que paseaba una maleta verde por Pueblo Nuevo y llevaba colchones en el metro.

Desde que descubría todo como una loca y Madrid era preciosa en otoño.

Y mi corazón tenía la capacidad de amar sin límites y siempre salía más fuerte de cada golpe.
Y tenía veinte años y el mundo por delante. Y nada iba a pararme.

Y ahora, que casi tengo la edad que tuviste, miro atrás y pienso que no sé qué hice para crecer tan mal, para tener los ojos tristes y para pasear sola un viernes a las ocho de la tarde por Chueca y ver mis otoños en tu mesa.

Y ahora te miro, y tengo ganas de entrar y decirte que tenías razón. Que hay heridas que no cierran y que hay fotografías que te cambian para siempre.

¿Cuánto tiempo tiene que pasar para que la vida deje de doler?

Y quise sentarme y perdonarte, y contarte todo lo que andé estos años, todo lo que me caí. Y como me levanto todos los días.

Y quise entrar, pero me acordé de que me tengo que salvar a mi misma.
Y aunque no me viste, te sonreí desde el cristal.
Porque sé, me han contado, te lo veo.
Que la vida te dejó de doler.

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