Tengo una
concepción extraña del tiempo.
Hay días que
no sé qué hora es, y le digo a mi mente que reaccione y se mueva.
Hay
pensamientos difusos. De inconstancia, de añoranza.
Como un déjà
vu secuestrado.
La
tranquilidad de saberte segura en algo que te duele.
Parecen
años. Como si hubiera estado mirando por la ventana, viendo las estaciones
pasar, y se me hubieran ido un invierno y un otoño al pestañear.
Y me encontrara
ante esa línea que define el ser y el serás.
Como si
hubiera perdido mi tiempo mirando las ventanas e imaginando cómo sería la vida
tras de ellas, cuán acogedor sería su salón y cuánto calor habría dentro.
Y de pronto
te das cuenta, de que el tuyo también puede tener calor.
Y lo que es
más asombroso, de que hay entes que buscan rodear su línea de tus estaciones.
De
pensamientos etéreos y palabras sueltas.
Y te
sobrecoges.
Pensando en
cómo sería todo si no hubieras elegido mirar ventanas.
Y hubieras
preferido ver días pasar, dándote cuenta de cómo pasan las estaciones y sin
pestañear.
He intentado
encontrar el momento en el que todo cambió.
El instante
que me hizo ver las cosas a través de la ventana.
Que me hizo
sentir ese vacío cuando las palabras fallan, cuando hay una habitación en
sombra.
Que me hizo
reaccionar y me hizo ver las horas, y no los minutos.
Como cuando
entras en un sitio y la ubicación de las cosas tiene un orden lógico en tu
cabeza y de repente, un día cualquiera, la ubicación cambia.
Y he pasado
tanto tiempo así, que las sombras de otras casas me acongojan, me asustan.
Me abruma
pensar en nombres y en caras, cuando sólo me interesa el cambio de ubicación.
Porque no me
creo que mi salón sea lo suficientemente luminoso.
Y porque
quiero que mi pequeña primavera sea grande.
Grande como mis
ganas.
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